Se despertó de un sobresalto. Aquel sueño parecía tan real que tardó veintiún minutos y treinta y tres segundos en recuperarse. Su respiración volvió a ser pausada. Su ritmo cardíaco, constante y rítmico. Apenas podía abrir los ojos y enfocar un objeto con la mirada. Además, pensó ¿para qué voy a hacerlo? Tampoco iba a reconocer nada.
Había dos cosas que le aterrorizaban: las sombras y su estómago vacío. Justo, lo que le estaba ocurriendo en ese preciso instante. Se veía incapaz de pronunciar algo inteligible y no tenía fuerzas para alcanzar aquello que anhelaba. Así, pensó, sólo me queda una opción. Y empezó a llorar, en busca de un alma caritativa que pudiera entenderlo. Cuatro minutos y cincuenta y ocho segundos después su angustia se transformó en llanto. Y gritó. Tanto como se lo permitía su capacidad pulmonar.
Cuando llevaba treinta y tres minutos y diecisiete segundos se agotó. Sus pulmones ya no daban para más. Cayó tendido y con un runrún en los intestinos se durmió. A los siete minutos y tres segundos de silencio se abrió la puerta de la habitación. “Lo ves cariño, el método Estivill funciona” dijo una voz femenina. Pese a desconocer el significado de aquellas palabras (y el de las suyas), el bebé sin nombre, insultó a su madre. Observó el espectro de un reloj de pared y siguió inmerso en su pesadilla.