Se despertó en medio del desierto. Aquel paisaje sinuoso en el que las dunas descendían hacia un oasis de placer desconocido, lo llevaron a creer que aún dormía. Así que pensó que estaba soñando en medio de un viaje perdido.
Se dispuso a comprobar sobre el terreno hasta donde llegaba ese estado hipnótico y soñoliento. Se armó de valor, llenó los pulmones de esperanza y perdió la mirada en unas formas curvas que le parecieron la creación de una pintura al óleo en un inspirado día de verano. Se trataba de un trazo nítido, peinado por un cálido aire de juventud esbelta, que demostraba una perfección humana poco común. Se situó tras ella y la observó impresionado. El corazón se le aceleró y tomó carrerilla…
Deslizó el alma y la mano recorrió esa duna de pico oscurecido que se amoldaba cuando la contorneaba. Le pareció oír un susurro de placer. Y continuó hacia abajo. Las yemas de los dedos dibujaban un camino imposible, en el que se hundían suavemente. No quería avanzar y ralentizó el ritmo tanto como pudo. Se metió en un pequeño hueco del que no tardó en salir. Y pese a que quería seguir paseando por ese paisaje cálido y armonioso, cruzó la última curva. No la vio, la oscuridad de esa cueva se tornó cada vez más húmeda.
Entraba y salía… Y en una de esas, ella le pidió que no la hiciera sufrir más. Y los susurros de placer se convirtieron en gritos de pasión. Él entró y ella lo atrapó. Viajaron en el mismo cuerpo durante siete minutos y trenta y ocho segundos de felicidad compartida. Hasta que la ansiedad para evitar que el viaje acabara lo agotó. Ella cerró los ojos… y él despertó, en medio del desierto, ante la mujer más hermosa del mundo.