Contes, relats i crítiques culturals

Etiqueta: cuento

@viso_243


Fue en el 243 cuando él no entendió aquella reacción airada. Al fin y al cabo, había parejas que estaban peor.

     –Será para ti– contestó ella.

    Fruto de la obsolescencia programada, aquella muñeca de trapo de cara angelical había sido diseñada para aguantar golpes e improperios. Lo que nadie sabia, ni tan solo ella, es que llevaba incorporado un microchip que, tras unas complejas ecuaciones matemáticas, se iba modificando cada vez que le gritaban, insultaban o amenazaban. Se trataba de un modelo muy sofisticado, tanto, que aquella muñeca de trapo lloraba en silencio cada vez que se sentía usada.

    Se notaba frágil, moldeable y servicial. Y, en su fondo algodonero – era de trapo– se creyó que había sido construida para ayudar a que su dueño recuperara la autoestima.

     – Parece mentira lo que llego a aguantar– se decía sin entender muy bien por qué.

    Y es que no había caído en la cuenta que se trataba de un complejo prototipo al que le habían prefijado un límite y un objetivo. Así, por ejemplo, en el microchip registró, entre otros, los siguientes avisos:

@viso_32: Él la culpa de su mal humor. Si hiciera las cosas bien no tendría necesidad de gritar. Ella llora en silencio.

@viso_96: Él le dice que sólo sirve para cocinar. Ella siente un rechazo hacia él pero sigue pochando la cebolla. Llora en silencio.

@viso_175: Él hace una maleta y no se va porque… mira. Ella da un portazo pero se siente culpable. Llora en silencio.

     Pronto percibió como los gritos, los insultos y las amenazas, pese al dolor que le causaban, la iban aproximando hacia un lugar mejor. Casi sin darse cuenta, cada lágrima que emanaba de aquellos ojos de almendra amarga generaba en ella la voluntad de evolucionar. Y cada vez, sus pasos eran más y más seguros.

    –¡Qué inútil eres, por Dios! –escupió él.

   Dos años y 153 días después, un algoritmo diseñado para ello transformó el código ASCII en formato de voz .hum y le envió un mensaje. El terminal empezó a emitir lineas y lineas de programación y el prototipo sufrió una impensable mutación. Ella sólo notó un escalofrío. Con una mirada nítida y profunda, se reconoció por primera vez frente al espejo. Y pese a que el vértigo la tambaleaba, hizo las maletas y dejó atrás aquella casa y aquella condición.

   ¿Qué había pasado para que lo abandonara si todo funcionaba? Se preguntó. Pero él no entendió que aquella muñeca de trapo había dejado de existir.

   Microchip, último aviso:

@viso_243: Él la desprecia. Se activa software de evolución. Inicio de propia voluntad.

Ella grita:¡Basta!

Fin de programa.

En medio del desierto

Se despertó en medio del desierto. Aquel paisaje sinuoso en el que las dunas descendían hacia un oasis de placer desconocido, lo llevaron a creer que aún dormía. Así que pensó que estaba soñando en medio de un viaje perdido.

 

      Se dispuso a comprobar sobre el terreno hasta donde llegaba ese estado hipnótico y soñoliento. Se armó de valor, llenó los pulmones de esperanza y perdió la mirada en unas formas curvas que le parecieron la creación de una pintura al óleo en un inspirado día de verano. Se trataba de un trazo nítido, peinado por un cálido aire de juventud esbelta, que demostraba una perfección humana poco común. Se situó tras ella y la observó impresionado. El corazón se le aceleró y tomó carrerilla…

 

     Deslizó el alma y la mano recorrió esa duna de pico oscurecido que se amoldaba cuando la contorneaba. Le pareció oír un susurro de placer. Y continuó hacia abajo. Las yemas de los dedos dibujaban un camino imposible, en el que se hundían suavemente. No quería avanzar y ralentizó el ritmo tanto como pudo. Se metió en un pequeño hueco del que no tardó en salir. Y pese a que quería seguir paseando por ese paisaje cálido y armonioso, cruzó la última curva. No la vio, la oscuridad de esa cueva se tornó cada vez más húmeda.

 

      Entraba y salía… Y en una de esas, ella le pidió que no la hiciera sufrir más. Y los susurros de placer se convirtieron en gritos de pasión. Él entró y ella lo atrapó. Viajaron en el mismo cuerpo durante siete minutos y trenta y ocho segundos de felicidad compartida. Hasta que la ansiedad para evitar que el viaje acabara lo agotó. Ella cerró los ojos… y él despertó, en medio del desierto, ante la mujer más hermosa del mundo.

 

 

 

Segunda lectura

cafllibr

Llegó al hotel de concentración con dos maletas; la segunda parecía cargada de plomo y los compañeros se rieron de él. Después de comer, mientras Chillida se mataba a pajas gracias al vaivén de las tetas descomunales de una rubia vestida de cirugía plástica en un vídeo robado, el bueno de Andrés Luchiani se pedía un expreso.

– Como yo– sonrió a la camarera– muy corto y espeso.

        Se lo tomó de un trago. Y se relamió pasando el ápice de la lengua por el paladar. Se puso unas gafas de pasta redondas que le daban un toque Bequeriano, abrió la maleta y escogió un ejemplar de Séneca. Lo olió y empezó a dejarse llevar por su prosa. Pese a su amor por Shakespeare, Dostoievski, Molière… hacía unos meses, cuando un esguince de tobillo de grado tres lo mantuvo veintidós días alejado de los terrenos de juego, empezó a interesarse por la filosofía. Entre la absurdidad y las burdas esperas que le ofrecía el stage de pretemporada, Luchiani encontró un paraíso.

       Él era un hombre de área; un nueve clásico con un olfato de gol envidiable que controlaba todas las lides de su posición: una habilidad prodigiosa con ambas piernas, un potente remate de cabeza y un cambio de ritmo imprevisible. Su fichaje fue un secreto a voces. En su última temporada en Argentina metió todo lo que le llegaba.

–¿Todo, todo? – preguntó el celoso de Chillida.

      Luchiani, como buen caballero, trataba a las mujeres con suma dulzura. Y si no fuera por su extrema popularidad, la timidez y la introspección lo hubieran mantenido en un plano estrictamente observador. Él lo sabía. Era un blanco fácil: atractivo, famoso y rico; un coctel fatal para un romántico.

– Por interés te quiero Andrés– insistió Chillida.

       Luchiani releía Las cartas de Séneca. De un sorbo, fantaseó con otro intenso café. De una manera inconsciente, cada tres páginas, reflexionó sobre la propia esencia.

        – Debemos seguir nuestra naturaleza–se decía a si mismo, mientras se preguntaba por qué triunfaba en este mundo de intereses ocultos.

       Pero el futbol le había permitido huir de la miseria. Además le había suministrado tanto dinero que hubiera podido comprarse cualquier anhelo: propio, familiar o el de todos los vecinos de la villa rosarina donde se crió. Incluso, si se lo hubiera propuesto, hubiera gozado con tantas mujeres bellas como hubiera querido. El bueno de Luchiani, sin embargo, se casó por amor con una modelo; de turbio pasado, apuntaba la prensa rosa.

       A Chillida no le ocurría lo mismo. De él y de su asquerosa baba huían incluso las mujeres más interesadas. Así que le quedaban pocas opciones. Un grito eyaculó sobre una pantalla de plasma. Le daba tanto morbo follarse a la esposa de Luchiani…. más que marcar el gol definitivo en la final de un mundial. Y, en su imaginario, creía engañar a todo el vestuario.

      –Yo, los goles, los meto fuera del campo– se jactaba entre las risas incrédulas de sus compañeros.

      Luchiani terminó de leer Las cartas de Séneca. Dejó las gafas sobre la mesa y se quedó con la mirada perdida. De vez en cuando giraba la cabeza a derecha e izquierda, como diciendo “no, esto no me gusta”. El jefe de expedición interrumpió su reflexión reclamándole para el entreno de las cinco de la tarde. Luchiani le sonrió, se levantó de la silla y agradeció a la camarera esos deliciosos cafés. Guardó el libro en la segunda maleta… y se fue a por la primera. El divorcio no tardó en llegar.

La sonrisa del rastafari

somr

Todo ocurrió muy rápido. Después de dos gin-tonics, tres rayas de coca y bastantes gramos de mezcalina estuve seis horas tumbado en el suelo, en la esquina de Pintor Fortuny con Ramblas. Nadie hizo nada por mi. Al menos, eso me dijeron cuando desperté en la ambulancia. Yo no me enteré de nada.

       -¡Chico, espabila! ¿No te da vergüenza tirar tu vida por la borda?

     De largas rastas y musculosos brazos tatuados con tribales, ese enfermero, negro, empujó la camilla en la que viajaba hacia dentro. Y mientras colocaba una tarjeta suya en mi bajo vientre me dijo:

     – Si te apetece dar un tumbo a tu vida, llámame.

     En medio del globo le dije que no tenia estudios. Se partió de la risa y me dejó en un box. La presencia de aquel extraño rastafari que se alejaba de mi a ritmo de Bob Marley resonó en mi cabeza durante tres meses y medio.

     Desde el primer día que crucé la puerta me acogieron en su seno. A base de credos y caldos de pastilla concentrados fui desintoxicándome. Según ellos, era necesario. Lo que me propusieron a continuación lo hicieron por mi bien. Ellos siempre se preocupaban por el prójimo. Así que tuve que aprenderme todo su programa. Tardé tres meses a razón de ocho horas diarias. ¡Lo había conseguido! La media DIN A4 que ocupaban aquellas palabras escritas en Comic Sans 14 por fin quedaron gravadas en mi cerebro.

     Una vez pasado el corte me hicieron un traje a medida y me dieron a elegir entre dos corbatas. Escogí la azul.

    – Ahora ya puedes salir a la calle.

    – ¿Pero no me hacéis un psicotécnico ni nada?

    – ¡Anda! Tira para fuera.

    Me encargaron convencer a la gente. Les prometía el cielo. Si seguían las palabras de los nuestros su existencia tomaría sentido. Pronto, los medios de comunicación se hicieron eco. Pese a la reticencia inicial, me acostumbré a salir en los periódicos. Y, sin darme cuenta, me encontré delante de un micrófono… y sesenta y tres profesionales acreditados.

     – ¿Cómo ha llegado usted hasta aquí?

     – En una ambulancia.

     Se rieron. Y les parecí simpático y cercano.

     Todo ocurrió muy rápido. Pasé de consumir a proveer. De una cuenta corriente en números rojos a una caja de seguridad en Suiza. En las Ramblas, a la altura de Pintor Fortuny, unté un cepillo con cola y pegué el cartel. Entre los vítores de la muchedumbre el negro rastafari me sonrió. Acababa de dar el pistoletazo de salida a la campaña electoral.

Navidad de ensueño

puerta02Me despertaron unos cánticos cuando mi sueño iniciaba la fase REM.

Llevaba unos días ajetreado. El frío topaba con la visera del cochecito. Mi campo de visión se había reducido a patéticos halos desenfocados en plano-detalle. Oía mucho ruido, la gente atravesaba con prisa y a codazos las tiendas. Mi intuición se intentaba ubicar ante tanta compra compulsiva. Transcurridas tres jornadas, las ruedas de mi cochecito empezaron a chirriar ante tanta iluminación callejera.

Al fin, regresé a casa. Pensé que después de la tempestad vendría la calma. Pero me equivoqué. La tensión perfumaba la casa. Gritos, algún golpe y los leds de colores parpadeando, cada vez, a mayor velocidad… y comida, mucha. Creo que mis párpados se cerraron por culpa del agotamiento. Y empecé a dormir plácidamente.

Me despertaron una docena de proyectos de mi; borrachos y cantando villancicos. Alguien gritó: ¡Esto es una familia! Y pedí a REM la llave. Abrí el sueño y les lancé la puerta.

© 2023 òscar bermell

Tema de Anders NorenAmunt ↑