Todo ocurrió muy rápido. Después de dos gin-tonics, tres rayas de coca y bastantes gramos de mezcalina estuve seis horas tumbado en el suelo, en la esquina de Pintor Fortuny con Ramblas. Nadie hizo nada por mi. Al menos, eso me dijeron cuando desperté en la ambulancia. Yo no me enteré de nada.
-¡Chico, espabila! ¿No te da vergüenza tirar tu vida por la borda?
De largas rastas y musculosos brazos tatuados con tribales, ese enfermero, negro, empujó la camilla en la que viajaba hacia dentro. Y mientras colocaba una tarjeta suya en mi bajo vientre me dijo:
– Si te apetece dar un tumbo a tu vida, llámame.
En medio del globo le dije que no tenia estudios. Se partió de la risa y me dejó en un box. La presencia de aquel extraño rastafari que se alejaba de mi a ritmo de Bob Marley resonó en mi cabeza durante tres meses y medio.
Desde el primer día que crucé la puerta me acogieron en su seno. A base de credos y caldos de pastilla concentrados fui desintoxicándome. Según ellos, era necesario. Lo que me propusieron a continuación lo hicieron por mi bien. Ellos siempre se preocupaban por el prójimo. Así que tuve que aprenderme todo su programa. Tardé tres meses a razón de ocho horas diarias. ¡Lo había conseguido! La media DIN A4 que ocupaban aquellas palabras escritas en Comic Sans 14 por fin quedaron gravadas en mi cerebro.
Una vez pasado el corte me hicieron un traje a medida y me dieron a elegir entre dos corbatas. Escogí la azul.
– Ahora ya puedes salir a la calle.
– ¿Pero no me hacéis un psicotécnico ni nada?
– ¡Anda! Tira para fuera.
Me encargaron convencer a la gente. Les prometía el cielo. Si seguían las palabras de los nuestros su existencia tomaría sentido. Pronto, los medios de comunicación se hicieron eco. Pese a la reticencia inicial, me acostumbré a salir en los periódicos. Y, sin darme cuenta, me encontré delante de un micrófono… y sesenta y tres profesionales acreditados.
– ¿Cómo ha llegado usted hasta aquí?
– En una ambulancia.
Se rieron. Y les parecí simpático y cercano.
Todo ocurrió muy rápido. Pasé de consumir a proveer. De una cuenta corriente en números rojos a una caja de seguridad en Suiza. En las Ramblas, a la altura de Pintor Fortuny, unté un cepillo con cola y pegué el cartel. Entre los vítores de la muchedumbre el negro rastafari me sonrió. Acababa de dar el pistoletazo de salida a la campaña electoral.