Llegó al hotel de concentración con dos maletas; la segunda parecía cargada de plomo y los compañeros se rieron de él. Después de comer, mientras Chillida se mataba a pajas gracias al vaivén de las tetas descomunales de una rubia vestida de cirugía plástica en un vídeo robado, el bueno de Andrés Luchiani se pedía un expreso.
– Como yo– sonrió a la camarera– muy corto y espeso.
Se lo tomó de un trago. Y se relamió pasando el ápice de la lengua por el paladar. Se puso unas gafas de pasta redondas que le daban un toque Bequeriano, abrió la maleta y escogió un ejemplar de Séneca. Lo olió y empezó a dejarse llevar por su prosa. Pese a su amor por Shakespeare, Dostoievski, Molière… hacía unos meses, cuando un esguince de tobillo de grado tres lo mantuvo veintidós días alejado de los terrenos de juego, empezó a interesarse por la filosofía. Entre la absurdidad y las burdas esperas que le ofrecía el stage de pretemporada, Luchiani encontró un paraíso.
Él era un hombre de área; un nueve clásico con un olfato de gol envidiable que controlaba todas las lides de su posición: una habilidad prodigiosa con ambas piernas, un potente remate de cabeza y un cambio de ritmo imprevisible. Su fichaje fue un secreto a voces. En su última temporada en Argentina metió todo lo que le llegaba.
–¿Todo, todo? – preguntó el celoso de Chillida.
Luchiani, como buen caballero, trataba a las mujeres con suma dulzura. Y si no fuera por su extrema popularidad, la timidez y la introspección lo hubieran mantenido en un plano estrictamente observador. Él lo sabía. Era un blanco fácil: atractivo, famoso y rico; un coctel fatal para un romántico.
– Por interés te quiero Andrés– insistió Chillida.
Luchiani releía Las cartas de Séneca. De un sorbo, fantaseó con otro intenso café. De una manera inconsciente, cada tres páginas, reflexionó sobre la propia esencia.
– Debemos seguir nuestra naturaleza–se decía a si mismo, mientras se preguntaba por qué triunfaba en este mundo de intereses ocultos.
Pero el futbol le había permitido huir de la miseria. Además le había suministrado tanto dinero que hubiera podido comprarse cualquier anhelo: propio, familiar o el de todos los vecinos de la villa rosarina donde se crió. Incluso, si se lo hubiera propuesto, hubiera gozado con tantas mujeres bellas como hubiera querido. El bueno de Luchiani, sin embargo, se casó por amor con una modelo; de turbio pasado, apuntaba la prensa rosa.
A Chillida no le ocurría lo mismo. De él y de su asquerosa baba huían incluso las mujeres más interesadas. Así que le quedaban pocas opciones. Un grito eyaculó sobre una pantalla de plasma. Le daba tanto morbo follarse a la esposa de Luchiani…. más que marcar el gol definitivo en la final de un mundial. Y, en su imaginario, creía engañar a todo el vestuario.
–Yo, los goles, los meto fuera del campo– se jactaba entre las risas incrédulas de sus compañeros.
Luchiani terminó de leer Las cartas de Séneca. Dejó las gafas sobre la mesa y se quedó con la mirada perdida. De vez en cuando giraba la cabeza a derecha e izquierda, como diciendo “no, esto no me gusta”. El jefe de expedición interrumpió su reflexión reclamándole para el entreno de las cinco de la tarde. Luchiani le sonrió, se levantó de la silla y agradeció a la camarera esos deliciosos cafés. Guardó el libro en la segunda maleta… y se fue a por la primera. El divorcio no tardó en llegar.
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